Romper Niebla

by Miguel Ángel

Son $9990. -dice el cajero.

Le pasó un billete de veinte lucas (¿Sí o no que son un cacho esas huevadas?) me entrega el vuelto (milagrosamente en sencillo) y vuelvo a la calle.

¿Qué cresta significa eso de que TENGO que leer el libro? No tengo que leer nada. Técnicamente no es necesario leer nada. La mayoría de la gente va por la vida, feliz y cantante, sin preocuparse jamás por leer. Esto de leer una adicción y los que no la padecen son benditos. ¿Cuántos libros leerá Messi al año? ¿Y Neymar? ¿Cuántos libros leerán los actores de The Big Bang Theory? Todos ellos probablemente no leen ni la décima parte de lo que leo yo, todos ellos probablemente no han leído ni la centésima parte de lo que he leído yo, pero eso no evita que mi sueldo sea apenas la milésima parte del que cada uno de ellos se embolsa. Y tampoco es como que alguno sea tan bueno en lo que hace o que la rubia de The Big Bang Theory esté tan rica (sí, lo dije. Le encuentro cara de prótesis, ¿y qué tanto?). Así que, ¿Qué chucha importa que todavía no haya leído Niebla?

No entiendo esa especie de esnobismo premeditado, esa necesidad de aparentar sorpresa y espanto cuando confieso que no he leído Niebla o que no he visto El Padrino o que no creo que Claudio Narea sea mal guitarrista. El mejor libro que he leído sigue siendo Las Vacaciones del Pequeño Nicolás, igual que la mejor película de todos los tiempos es El Imperio Contraataca, y el mejor guitarrista que conozco es Geoff Farina, de Karate (¿Qué, no lo concoces? ¿Me vuelve eso un esnob como tú? Ojalá que no). ¿Tengo que ver películas que no me interesan? ¿Tengo que leer libros que no salvan a nadie solo porque todo el mundo diga lo contrario? ¿Tengo que llegar a mi casa a encamarme con mi mujer solo porque los demás la encuentran rica? ¡A la MIERDA! ¡A la MIERDA con toda esa mierda! Bueno, no con mi mujer. Yo también la encuentro rica.

Mi mujer me saca de quicio, sí, pero aun así la encuentro rica. Mis hijas son igual de odiosas, igual de tincadas, igual de porfiadas, igual chillonas y tienen el mismo par de obnubilantes ojos azules. Así como Puta y Chucha se casaron y tuvieron dos hijas (Chuta y Pucha) y las dos son más parecidas a Chucha que a Puta, mis hijas se ven y comportan casi exactamente como la segunda y tercera edición de mi mujer, al menos según me cuenta mi suegro, porque yo conocí a mi mujer a los 25 años y mis hijas tienen hoy cinco y cuatro.

Hace un clima agradable, raro para la primavera en Santiago, con poco polen y la humedad justa, con la cantidad de nubes precisa para que el atardecer dé gusto pero no para que parezca que son las ocho cuando son en verdad las seis. La gente todavía no ha empezado a llenar los bancos de la plaza, están muy entretenidos mirando a un grupo de payasos frente a la Catedral. Los pocos que están sentados son  cabros jóvenes (al menos más jóvenes que yo) que hojean sin entusiasmo revistas y libros (revistas de música y libros de  diseño o arte) y visten esas camisas a cuadrillé y jeans de colores impensables, combinación que  condimentan con unos lentes que les tapan la mitad de la cara, audífonos innecesariamente grandes y peinados horrorosos (y seguro que todos ellos sí han leido Niebla, ¿Cómo no?).

De entre todo ese ambiente de mierda aspestoso a incienso y mates plásticos y tarot por luca elijo una banca en el centro de la plaza, donde menos gente hay, rompo sin piedad el envoltorio plástico (como de frugellet pero transparente) y, después de revisar que nadie me esté mirando, parto con el libro (¿Como cresta una novela de 150 páginas puede necesitar tres prólogos que en total suman 50 páginas mas?). Augusto Pérez parado en la puerta de su casa alargando el brazo para ver si llueve (¡Qué empezada más huevona por la cresta!) y luego caminando sin poner atención a nada más que a lo que piensa, preocupado de lo bonitas que se ven las cosas sin usar.

Me saca de mi hastío literario una mujer que se sienta con su hijo en el mismo banco que yo. ¿Me estará hueveando? Al frente nuestro hay un banco desocupado completito, ¡para ella sola! El niño debe tener un año más que la Sole (la mayor de mis hijas).

Por un momento pienso en ser cara de raja y decirle que se cambie. Después pienso en cambiarme yo y sentarme al frente de ella y mirarla feo. Finalmente vuelvo a mi lectura. ¿En qué iba? ¡Ah! Sí. Augusto Pérez jugando ajedrez mientras piensa en Eugenia Domingo, mientras piensa en el ajedrez pero no en la partida de ajedrez que está jugando. Bueno, ya lo decía Einstein: “Todo hombre  capaz de conducir adecuadamente un automovil mientras besa a una mujer hermosa simplemente no le da al beso la atención que merece”. Augusto Pérez pierde. Parece que Unamuno era incapaz de sorprender.

-Caballero, ¿Qué está leyendo?

Miro al niño, que me mira a su vez como si yo fuera una lagartija de chorrocientos colores, como si fuera lo más raro que ha visto en su vida. La mirada es limpia o, más bien, límpida. Le respondo que estoy leyendo Niebla, de Miguel de Unamuno, y me pregunta, después de un momento, si de verdad ese Miguel tenía una sola mano. Su mamá le dice que no me moleste, le dice Mi Amor, no moleste al caballero. Ella parece estar de muy buen humor tan ocupada tecleando algo en su teléfono.

Sigo leyendo. Augusto Pérez se cruza en la calle con Eugenia Domingo y la reconoce pero en vez de hablar con ella prefiere ir a hablar con la portera de la casa en que ella vive. ¿Por qué cresta seremos tan huevones algunos hombres que no nos atrevemos a ir de frente cuando una mujer nos gusta? Y además los escritores son doblemente huevones, porque escriben libros en los que el “héroe” es igual de huevón y pusi que uno en la realidad. Uno debería tener los testículos mejor puestos e ir y hablar de frente no más (tal y como hizo mi mujer conmigo).

-Mi tío Jaime tiene un perro que se llama Perejil Vacunilla. -me dice de pronto el niño.

Intento controlarla pero me revuelve el estómago y sube lenta, inexorable. Mi último recurso es pensar con amargura en mi inexistente aguinaldo dieciochero. No me sirve de nada. Cierro el libro y me largo a reir.

-¿Cómo te llamas? -le pregunto.

-Miguel.

-¿Cuantos años tienes, Miguel?

-Seis.

Le pregunto si va al colegio, y si ya sabe leer. Me responde sí y sí, así que le pregunto si quiere leer un poco del libro. Lo toma, lo abre en cualquier página y lee en voz alta “No quiero héroes. Es decir, los que procuran serlo. Cuando el heroísmo viene por sí mismo, naturalmente, ¡Bueno!; pero ¿Por cálculo? ¡Querer comprarme! ¡Querer comprarme a mí, a mí! Le digo a usted tía, que me la ha de pagar. Me la ha de pagar ese…”. Lee lento pero sin juntar las letras. Le cuestan las palabras procuran, heroísmo y naturalmente.

-¿Es su libro favorito? -me pregunta el niño devolviéndome el libro.

-No, la verdad es que no quiero leerlo.

-¿Y  entonces por qué lo está leyendo?

-Porque mi esposa dice que es bueno.

El niño se queda unos segundos callado, balanceando las piernas mientras mira fijamente al suelo.

-A mí no me gustan los garbanzos aunque mi mamá me diga que son ricos. -dice al fin.

-¿Y los has probado alguna vez?

-No. -responde.

Su mamá guarda al fin su teléfono y dice Vamos, Miguel, tengo que llevarte a donde tu papá. Miguel se levanta, me dice Chao, caballero. Ojala que le guste el libro. Y se va corriendo detrás de su mamá antes de que yo pueda decirle que a mí tampoco me gustan los garbanzos, pero que sí los he probado.

Resulta que ya que el libro tampoco es tan bueno como para seguir leyéndolo, busco la página que leyó Miguel, la recorto y boto el resto del libro en el primer basurero que me encuentro de camino al Metro. Se me está haciendo tarde, y tengo que llegar a mi casa a comer y a leerle a las niñas antes de que se duerman. Mi mujer me llama por teléfono y me pregunta cuanto me falta para volver. A esa altura ya estoy en el andén. Se lo digo y le pregunto qué hay para comer.

-Garbanzos. -responde.